La Ley De Dios
La Ley de Dios
En cierta ocasión, algunos enemigos de Jesús acordaron entramparlo con una pregunta difícil. “¿Cuál es el gran mandamiento de la ley?”, le preguntaron. Jesús entonces reveló en su respuesta una de las verdades más importantes acerca de la naturaleza y propósito de la ley de Dios. “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente y a tu prójimo como a ti mismo” (S. Mateo 22:35-39). La pregunta era difícil de contestar, pues todos los mandamientos de Dios al hombre son importantes. Quebrantar uno de estos mandamientos, es hacerse culpable de todos (Santiago 2:9-11). Los fariseos y saduceos sabían lo comprometedor de la pregunta. Poner un mandamiento por encima de otro era arriesgado. Sin embargo, sabiendo Jesús que el amor es el fundamento del gobierno y las leyes de Dios, no titubeó en contestar como lo hizo.
La ley y el amor
La relación entre el amor y el Decálogo es prominente en las Escrituras. San Pablo afirma que “el cumplimiento de la ley es el amor” y que toda la ley se cumple en las palabras: “amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Romanos 13:8-10; Gálatas 5:14). El apóstol Santiago presenta el amor como “la ley real” (Santiago 2:8). Un estudio cuidadoso del Decálogo revela que los cuatro primeros mandamientos reclaman homenaje y amor a Dios, y que los siguientes seis demandan respeto y amor al prójimo. El amor está tan íntimamente hilvanado en la Palabra de Dios, que del amor depende no sólo la ley, sino también los profetas (S. Mateo 22:40).
Siendo que el amor es la naturaleza misma de Dios y la síntesis de su carácter (1 S. Juan 4:8), todo lo que emana de él, sus pensamientos, palabras y acciones, están teñidos de este atributo perfecto. Sus leyes y sus consejos están arraigados en el amor. Dios en el corazón es todo lo que el ser humano necesita para enterarse del contenido de la ley de Dios. Nuestros padres en el Edén no necesitaban leyes escritas para conocer la voluntad divina. La presencia de Dios en sus corazones en forma automática les revelaba el bien y les advertía contra el mal.
Lamentablemente, el pecado hizo separación entre Dios y la raza humana (Isaías 59:2). Apartado de Dios, el hombre por sí solo no podía discernir entre el bien y el mal. A fin de que el ser humano tuviera una guía de conducta que reflejara la base de su gobierno, Dios tuvo que escribir en un lenguaje imperfecto y finito el principio perfecto y eterno del fundamento de su ley: el amor. Dios prometió que la comunicación directa con la Deidad sería restaurada en el nuevo pacto en Cristo (Jeremías 31:31-33; S. Mateo 26:28). Pero, ¿abrogó el nuevo pacto la validez del Decálogo?
La ley y el nuevo pacto
San Pablo establece en 2 Corintios 3 la superioridad del nuevo pacto sobre el antiguo. Esta superioridad es mal interpretada por muchos cristianos que tildan de legalistas a los que observan la ley y arguyen que el nuevo pacto abolió la ley. Esta minimización de la ley se ha universalizado al punto que hay pocos cristianos evangélicos hoy día que pueden nombrar los Diez Mandamientos.
La superioridad del nuevo pacto radica en la persona de Cristo. Él pagó el precio que la ley demandaba por la transgresión del hombre, y así restauró la relación entre Dios y el pecador. El nuevo pacto no anula la ley ni le da licencia al ser humano para seguir transgrediéndola. Lejos de anular los mandamientos de Dios, en el nuevo pacto el Espíritu Santo los escribe en las mentes de los creyentes y hace que anden en ellos (Hebreos 10:16, 17; Jeremías 31:31-33; Ezequiel 36:26, 27). La ley se cumple en los que andan en el Espíritu (Romanos 8:4).
El Espíritu Santo añade además otras dimensiones importantes de las que el antiguo pacto carecía. La letra de la ley en sí es fría, y su único objetivo es señalar y acusar al que la quebranta (Romanos 3:20; 4:15; 7:7).
Informa, pero no motiva ni consuela. Dirige, pero es impersonal. En cambio, en el nuevo pacto, el Espíritu Santo dirige al creyente a la ley con paciencia y amor, consolándolo y motivándolo a lo largo del camino. En forma gradual muestra al pecador su pecado, sin sobrecogerlo y abrumarlo con cargas imposibles de llevar.
La ley como única norma de comportamiento cristiano tiene limitaciones. Es sólo un espejo que refleja impersonalmente el mal (Santiago 1:22-25). No puede enseñar al creyente a ser virtuoso y santo. Registrar en preceptos escritos todo lo que el cristiano debe hacer es imposible. Menos posible aun es resumirlos en diez mandamientos. Estas limitaciones del Decálogo fueron subrayadas por Cristo en el Sermón del Monte (S. Mateo 5:27-30; 33-37). Por eso necesitamos ser guiados por el Espíritu para llegar a ser verdaderos hijos de Dios (Romanos 8:14).
Una Expresión de Amor
Si la ley no fuera necesaria en la vida cristiana, Jesús no hubiera abogado por su permanencia (S. Mateo 5:17-19). La ley es el trasunto del carácter de Dios. Mientras Dios exista, existirá la ley. Mientras Cristo more en el corazón del hombre, el Espíritu Santo lo guiará a estos preceptos eternos.
Entre las bienaventuranzas del sabio Salomón, se encuentra una vinculada con la ley de Dios: “Mas el que guarda la ley es bienaventurado” (Proverbios 29:18). La respuesta natural del cristiano que ama a Jesús es la observancia de los mandamientos. Jesús dijo: “Si me amáis, guardad mis mandamientos” (S. Juan 14:15).
La perpetuidad de la ley
La perpetuidad de los mandamientos de Dios es afirmada cientos de años antes del nacimiento de Cristo. “Fieles son todos sus mandamientos afirmados eternamente y para siempre” (Salmo 111:7, 8). Por ley de lógica bíblica se llega también a esta verdad. La ley es una expresión del carácter de Dios; Dios es eterno, por lo tanto, la ley es eterna.
La ley de Dios es un documento basado en principios eternos que propician el bienestar social y moral de la sociedad en que vivimos. En la observancia de estos principios radica la armonía y la paz que tanto necesitan los hogares y la sociedad actual.
La obediencia a la ley de Dios no hace legalista al creyente. El legalismo es una actitud enfermiza hacia la ley. Es tratar de comprar la salvación mediante la obediencia a la ley. San Pablo repudió esta actitud farisaica hacia la ley, pero exaltó la ley como santa, justa y buena (Romanos 7:12; 1 Timoteo 1:8). En otro de sus monólogos aleccionadores el apóstol pregunta: “¿Luego, por la fe invalidamos la ley? En ninguna manera, sino que confirmamos la ley” (Romanos 3:31). Para San Pablo, guardar los mandamientos de Dios era de sumo valor (1 Corintios 7:19).
La obediencia a la ley tampoco esclaviza a nadie. Al contrario, la ley muestra al pecador el sendero que conduce a la libertad del pecado. El pecado, entre otras cosas, es transgresión de la ley (1 S. Juan 3:4). El pecado encarcela al ser humano con rejas a veces imperceptibles al ojo humano. La ley y el Espíritu Santo denuncian abiertamente las cadenas casi invisibles del pecado y le muestran al pecador el camino de la libertad. Por eso la ley es conocida también como “la ley de la libertad” (Santiago 2:12).